Todo el mundo ha experimentado el miedo en algún momento de su vida. Y es que es una emoción básica para los animales, incluido el hombre. Su función esta ligada a la supervivencia:
cuando un organismo se enfrenta a una amenaza, se activa una reacción
de alarma (el miedo) con el fin de prepararse para hacerle frente,
huyendo o luchando. Esta reacción de alarma se origina en el cerebro y
desencadena una serie de reacciones fisiológicas con efectos en todo el
cuerpo.
Ante la percepción de un peligro, la amígdala, centro cerebral que
participa en el control y la regulación de las emociones, se activa y
envía una orden al hipotálamo, estructura clave en la regulación
hormonal y el control fisiológico del organismo. Ésta, a su vez,
activará la respuesta de lucha o huida mediante el sistema nervioso
simpático y el sistema adreno-cortical, liberando las “hormonas del estrés”, entre las que se encuentran la adrenalina y la noradrenalina.
Estas hormonas acelerarán el metabolismo y prepararán al cuerpo para
afrontar la amenaza detectada y llevar a cabo esfuerzos físicos
extremos. El corazón late más rápido, con el objetivo de llevar más
sangre y oxigenar las distintas partes del cuerpo, la respiración se
vuelve más rápida y superficial para incrementar la disponibilidad de
oxígeno en los distintos órganos, y los músculos de los brazos y piernas
se tensarán para salir corriendo o facilitar el enfrentamiento físico
con el agente de la amenaza. De igual forma, las pupilas se dilatan, con
el fin de que la retina capte más luz y seamos más capaces de detectar e
identificar posibles vías de escape.
Así pues, el miedo es una compleja reacción del organismo para facilitar la supervivencia: es una reacción adaptativa. Sin embargo, en ocasiones esta respuesta de alarma se desencadena sin que exista un peligro real,
o, al menos, un peligro al que se pueda hacer frente a través de la
huida o la lucha. Por ejemplo, ante la posibilidad de ser víctima de un ERE
en la empresa en que trabajamos (¡ah, la crisis…!) o ante situaciones
de estrés sostenido. Al igual que antes, esta alarma conllevará la
aparición de los cambios corporales explicados antes. Sin embargo, al no
existir un lugar al que podamos huir o algo concreto que podamos
combatir, estos cambios fisiológicos no nos reportarán ningún beneficio
-no servirán para nada-, y llamarán nuestra atención poderosamente. Nos
volveremos así conscientes de que el corazón nos late muy rápido, de que
estamos respirando de una forma superficial, temblando – fruto de una
tensión muscular excesiva -, que estamos mareados (la respiración rápida
y superficial provoca una hiperventilación, es decir, un exceso de
oxigenación, que literalmente nos coloca). En ocasiones,
también sentiremos unas ganas irrefrenables de salir de donde nos
encontramos y huir. Ante estas sensaciones inesperadas y no explicadas,
buscaremos el significado de los cambios que estamos experimentando -¿que me está pasando?-. De la interpretación que hagamos de estas sensaciones dependerá que se prolongue e intensifique este miedo o no.
En ocasiones, estos síntomas son interpretados como señales de que algo va mal en nuestro cuerpo.
Así, la elevada frecuencia cardiaca puede tomarse como un signo de que
padecemos un problema cardíaco y la posibilidad de sufrir un infarto. La
respiración rápida y superficial también puede ser interpretada como
una señal de que nos falta el aire y, por tanto, que existe la
posibilidad de nos ahoguemos (cuando en realidad estamos incrementando
el oxígeno presente en nuestro organismo). El mareo provocado por esta
hiperventilación puede ser tomado como la señal de un desmayo inminente.
Al pensar en estas sensaciones como signos de que algo no va bien,
nuestro cerebro concluye, erróneamente, que efectivamente existe un
peligro – el temido infarto, la muerte por asfixia, el desmayo
inevitable – aun cuando éste es solamente hipotético, ya que no ha
pasado ni sabemos si ocurrirá, al basarnos solo en las sensaciones
físicas que experimentamos. Y como hemos visto antes, la percepción de
un peligro hará que la amígdala active la respuesta de alarma,
intensificando la liberación de estas hormonas en el sistema y
potenciando estos cambios corporales, los mismos que son percibidos como
peligrosos y nos dan miedo. De esta forma se cierra un círculo vicioso,
prolongando e incrementando la reacción de miedo o ansiedad, y una
reacción normal y adaptativa se acaba convirtiendo en lo que en
psicopatología se conoce como un ataque de pánico, o como suele llamarse, una crisis de ansiedad.
(Fuente)
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