domingo, 14 de julio de 2013

"Del miedo al pánico"

Todo el mundo ha experimentado el miedo en algún momento de su vida. Y es que es una emoción básica para los animales, incluido el hombre. Su función esta ligada a la supervivencia: cuando un organismo se enfrenta a una amenaza, se activa una reacción de alarma (el miedo) con el fin de prepararse para hacerle frente, huyendo o luchando. Esta reacción de alarma se origina en el cerebro y desencadena una serie de reacciones fisiológicas con efectos en todo el cuerpo.

Ante la percepción de un peligro, la amígdala, centro cerebral que participa en el control y la regulación de las emociones, se activa y envía una orden al hipotálamo, estructura clave en la regulación hormonal y el control fisiológico del organismo. Ésta, a su vez, activará la respuesta de lucha o huida mediante el sistema nervioso simpático y el sistema adreno-cortical, liberando las “hormonas del estrés”, entre las que se encuentran la adrenalina y la noradrenalina. Estas hormonas acelerarán el metabolismo y prepararán al cuerpo para afrontar la amenaza detectada y llevar a cabo esfuerzos físicos extremos. El corazón late más rápido, con el objetivo de llevar más sangre y oxigenar las distintas partes del cuerpo, la respiración se vuelve más rápida y superficial para incrementar la disponibilidad de oxígeno en los distintos órganos, y los músculos de los brazos y piernas se tensarán para salir corriendo o facilitar el enfrentamiento físico con el agente de la amenaza. De igual forma, las pupilas se dilatan, con el fin de que la retina capte más luz y seamos más capaces de detectar e identificar posibles vías de escape.



Imagen por Cecilia Gaitán Fariñas
Imagen por Cecilia Gaitán Fariñas


Así pues, el miedo es una compleja reacción del organismo para facilitar la supervivencia: es una reacción adaptativa. Sin embargo, en ocasiones esta respuesta de alarma se desencadena sin que exista un peligro real, o, al menos, un peligro al que se pueda hacer frente a través de la huida o la lucha. Por ejemplo, ante la posibilidad de ser víctima de un ERE en la empresa en que trabajamos (¡ah, la crisis…!) o ante situaciones de estrés sostenido. Al igual que antes, esta alarma conllevará la aparición de los cambios corporales explicados antes. Sin embargo, al no existir un lugar al que podamos huir o algo concreto que podamos combatir, estos cambios fisiológicos no nos reportarán ningún beneficio -no servirán para nada-, y llamarán nuestra atención poderosamente. Nos volveremos así conscientes de que el corazón nos late muy rápido, de que estamos respirando de una forma superficial, temblando – fruto de una tensión muscular excesiva -, que estamos mareados (la respiración rápida y superficial provoca una hiperventilación, es decir, un exceso de oxigenación, que literalmente nos coloca). En ocasiones, también sentiremos unas ganas irrefrenables de salir de donde nos encontramos y huir. Ante estas sensaciones inesperadas y no explicadas, buscaremos el significado de los cambios que estamos experimentando -¿que me está pasando?-. De la interpretación que hagamos de estas sensaciones dependerá que se prolongue e intensifique este miedo o no.
En ocasiones, estos síntomas son interpretados como señales de que algo va mal en nuestro cuerpo. Así, la elevada frecuencia cardiaca puede tomarse como un signo de que padecemos un problema cardíaco y la posibilidad de sufrir un infarto. La respiración rápida y superficial también puede ser interpretada como una señal de que nos falta el aire y, por tanto, que existe la posibilidad de nos ahoguemos (cuando en realidad estamos incrementando el oxígeno presente en nuestro organismo). El mareo provocado por esta hiperventilación puede ser tomado como la señal de un desmayo inminente. Al pensar en estas sensaciones como signos de que algo no va bien, nuestro cerebro concluye, erróneamente, que efectivamente existe un peligro – el temido infarto, la muerte por asfixia, el desmayo inevitable – aun cuando éste es solamente hipotético, ya que no ha pasado ni sabemos si ocurrirá, al basarnos solo en las sensaciones físicas que experimentamos. Y como hemos visto antes, la percepción de un peligro hará que la amígdala active la respuesta de alarma, intensificando la liberación de estas hormonas en el sistema y potenciando estos cambios corporales, los mismos que son percibidos como peligrosos y nos dan miedo. De esta forma se cierra un círculo vicioso, prolongando e incrementando la reacción de miedo o ansiedad, y una reacción normal y adaptativa se acaba convirtiendo en lo que en psicopatología se conoce como un ataque de pánico, o como suele llamarse, una crisis de ansiedad.
(Fuente)

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