A veces, encontramos reflexiones que son como perlas, por lo bellas y enriquecedoras,
o como faros en nuestro camino, por lo que iluminan.
Gracias a todas las personas que piensan, escriben, reflexionan, leen y...
dejan en nuestras manos estos tesoros, que nos enriquecen, iluminan, acompañan y nos hacen sentir el gozo de compartir una maravillosa experiencia: la existencia humana, o la existencia como seres humanos, dotados de las mejores herramientas para construirnos por dentro -saber quienes somos y quien queremos llegar a ser- y construir por fuera espacios de convivencia, cultura, disfrute, cercanía, respeto, amor... para esta vida y la eternidad, porque la bondad y el bien perduran siempre.
¡Mil gracias!
Uno de los textos más misteriosos que conocemos fue escrito hace
más de tres mil años, en algún lugar de Egipto, por un hombre que sabía
que iba a morir: «Señor de la Verdad, te traigo la verdad. He destruido
el mal para
ti. No he matado a nadie. No he hecho llorar a nadie. No he dejado que
nadie pasase hambre. Jamás he incitado a que un amo hiciera daño a su
esclavo. Jamás he causado temor a ningún hombre».
Estas invocaciones formaban parte de los conjuros mágicos con que un escriba llamado Hunefer preparaba su alma para
el viaje al más allá. Porque el escriba Hunefer creía que su corazón
poseía un principio vital que iba a perdurar después de la muerte. Y ese
corazón –o esa alma, si preferimos llamarla así– iba a ser juzgada en
la otra vida. El escriba Hunefer tendría que proclamar su inocencia ante
los cuarenta y dos dioses del tribunal de ultratumba, y luego su alma
sería pesada para averiguar si decía la verdad. Y si el alma pesaba más
que una pluma muy ligera, que era la pluma de la verdad, el alma del
escriba Hunefer sería devorada por un demonio con cabeza de cocodrilo.
Pero si resultaba ser más ligera que la pluma, porque el escriba Hunefer
no había matado a nadie ni había hecho llorar a nadie, el dios Osiris
aceptaría su alma en la otra vida, así que el buen escriba Hunefer
podría disfrutar de una existencia inmortal.
Las invocaciones del escriba Hunefer, que ahora están recogidas en el
capítulo 125 del «Libro egipcio de los muertos», podrían tener un
origen mucho más antiguo, pero fueron consignadas por primera vez en ese
papiro y en otro papiro coetáneo que fue preparado para otro escriba,
el escriba Ani, hacia el año 1300 antes de Cristo. Y esos dos papiros
son un hito en la historia de la humanidad porque guardan el primer
testimonio conocido en que se establece el mandato del bien como
fundamento moral de una vida. Si queremos saber en qué momento de la
cadena evolutiva el ser humano sintió que compadecerse de otro ser
humano era un mandato moral, tenemos que remontarnos a ese conjuro número
125 del «Libro egipcio de los muertos». Y si queremos saber cómo fueron
cristalizando millones de años de evolución humana, hasta que el ser
humano demostrara tener una idea consciente del bien, hay que
desenterrar estas oraciones que el escriba Hunefer y el escriba Ani
compusieron para la otra vida.
Hasta ese momento, la vida era un ejercicio de supervivencia en el
que sólo podía resistir el más fuerte y el más despiadado y en el que no
tenían ningún sentido los valores morales. El faraón Unas, mil años
antes que el escriba Hunefer, también se preparaba para
hacer el largo viaje al más allá, pero sus oraciones no necesitaban
demostrar a nadie que había hecho el bien. El faraón Unas se limitaba a
invocar la ayuda de los dioses de ultratumba, porque sus hechizos sólo
pretendían asegurar su supervivencia ultraterrena y su poder de soberano
que estaba por encima de todos los demás: «¡Reúne tus miembros,
sacúdete la tierra de la carne!/ Coge el pan que no se pudre, tu cer
veza que no se agria./ Camina hacia las puertas que están prohibidas al
pueblo». Así eran las oraciones que el faraón se había hecho preparar
para su alma. No eran súplicas, sino órdenes.
Pero los escribas Ani y Hunefer, mil años más tarde, tenían que
superar otros requisitos. A ellos no les bastaba con reunir sus miembros
y beber la cerveza que no se agriaba nunca. A lo largo de los mil años
que separaban al faraón Unas de los escribas Hunefer y Ani habían
aparecido unos conceptos nuevos que ahora
le podían garantizar a un muerto el derecho a ser inmortal. Y la vida,
ahora, ya no sólo era la voluntad de supervivencia y el deseo de
satisfacer los instintos y las necesidades, sino algo mucho más complejo
que no se fundaba en los beneficios materiales ni en las ventajas
inmediatas, sino en un código moral que se basaba en la bondad y en la
piedad, dos ideas que en sí mismas no constituían una retribución ni un
beneficio, aunque esa bondad y esa piedad iban a garantizar la
supervivencia eterna, y por tanto el mayor beneficio que uno podía
obtener en este mundo.
Todo esto, si se piensa bien, es asombroso. Puede que el escriba
Hunefer fuera un hipócrita y que no hubiera hecho nada de lo que juraba
haber hecho, pero al menos sabía que necesitaba mentir y que de algún
modo debía demostrar que había hecho el bien. Le gustase o no, esa nueva
idea del bien ya determinaba por completo su vida, y, tanto si había
sido un hombre malvado como si había sido un hombre virtuoso, él estaba
obligado a hacer creer a los dioses que había sido bueno. Porque en el
mundo del escriba Hunefer el hombre ya no era un animal de presa que
debía hacer lo que fuese con tal de sobrevivir. Ya no. Para Hunefer, la vida también debía ser piedad y comprensión y empatía hacia el prójimo.
Por los estudios del neurocientífico Paul Maclean sabemos que el
cerebro humano está formado por varias capas, que van desde los
instintos primarios del cerebro reptiliano hasta el lóbulo frontal donde
se albergan esas dos misteriosas ideas que conocemos como compasión y
empatía. Y en cierta forma, la estructura de nuestro cerebro se
corresponde con los millones de años de procesos evolutivos, que se
iniciaron con los hábitos primitivos de socialización de los primates y
de los primeros grupos humanos, y que fueron desarrollándose con los
rituales de convivencia y los tabúes y la adquisición del habla, hasta
desembocar en el primer indicio conocido que le exige a un hombre hacer
el bien, ese conjuro del escriba Hunefer que ahora forma parte del
capítulo 125 del «Libro egipcio de los muertos». Ahí tenemos la primera
expresión conocida donde un alma humana se presenta como una entidad
moral donde reside el bien, la idea del bien, el derecho y la obligación
y la necesidad y quizá también el gozo de hacer el bien. Y tres mil
años más tarde las invocaciones del escriba Hunefer siguen siendo las
palabras más actuales y más necesarias que podamos imaginar: «Señor de
la Verdad, he destruido el mal para ti. No he matado a nadie. No he hecho llorar a nadie. No he dejado que nadie pasase hambre».
Eduardo Jordá, escritor.
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