"Para besar hay que cerarr los ojos"
Un texto precioso que bien merece un lugar en este modesto blog escolar.
Desde aquí lanzo una palabra para su autor Javier Gomá Lanzón, gracias!
No te pierdas esta lectura, quizá en tan solo cinco minutos,
tu experiencia puede enriquecerse, o cuestionarse... Merece la pena!
“Hoy celebramos el nacimiento de nuestra esperanza. Quien espera confía en último término sobrevivir a la muerte, auténtico señor del mundo ante el que toda rodilla se dobla. ¿Cuál es el fundamento de una tal esperanza contra toda experiencia? Nada en este mundo nos sugiere la existencia de una prórroga post-mortem a nuestra vida personal. Al final, si esperamos sobrevivir es sólo porque hay alguien, que nos merece todo crédito, que nos lo ha prometido.
Todo destinaba a ese oscuro judío a ser
envuelto por la Historia en el manto del olvido, como a tantos otros. De
extracción social humilde, ágrafo, ni legislador como Moisés, ni
príncipe como Buda, ni estadista como Mahoma, su actividad pública, muy
breve, fue interrumpida prematura y trágicamente. Nadie hubiera
pronosticado la enormidad excesiva de lo que siguió a su muerte. Porque
en ese galileo fracasado de corta vida se concentraron tres hechos que,
por separado, habría hecho de él una descollante figura de la Historia
universal pero la coincidencia en la misma persona de los tres convierte
la cuestión ‒reconozcámoslo‒ en algo verdaderamente intrigante.
Primero, una ejemplaridad de vida y
doctrina no sólo extraordinaria sino excepcional, testimoniada en los
cuatro Evangelios. Segundo, su elevación a rango divino por sus propios
contemporáneos, los mismos que se habían rozado con él en vida, judíos
piadosos y obsesivamente monoteístas, educados en el odio a la idolatría
y al politeísmo del entorno. Fue arduo el proceso de meditación
teológica por el que se hizo compatible la divinización de una personaje
histórico reciente con un monoteísmo bíblico que en todo caso se quería
preservar. Tercero y último, la fe de los seguidores del galileo, una
pequeña y heterodoxa secta del judaísmo, a su vez una subcultura exótica
y marginal del Imperio Romano, con el paso del tiempo y contra todo
cálculo vino a ser con distancia la religión más extendida en todo el
planeta.
Hechos singularísimos los tres
‒súper-ejemplaridad, divinización y propagación universal de su culto‒,
pero, concentrados en la misma persona, peraltan la singularidad de ésta
a una dimensión objetivamente única. Hasta el punto de que, visto lo
anterior, cobra verosimilitud una hipótesis no demostrable pero dotada
de elevada capacidad explicativa porque, cual eslabón perdido, otorga
sentido a la cadena de los tres hechos históricos y les presta
razonabilidad interna: la hipótesis de su resurrección proclamada por
sus discípulos. Simplemente ‒se dirían quienes lo vieron viviente tras
guardar el cadáver en el sepulcro‒ lo divino no muere. Si esto
es así, entonces la realidad no se agota en el colorido mundo de la
experiencia que captan nuestros sentidos, sino que se prolonga en un
desconocido trasmundo, escenario de nuestra supervivencia. Mundo y
realidad no coinciden: esta es nuestra esperanza.
Claro que ser capaz de percibir realidad más allá de lo dado en la experiencia requiere el cultivo de un cierto sensus
para las cosas espirituales, aquel que W. James llamó “sentido
supernaturalista”. Todo conocimiento, en puridad, demanda una actitud
subjetiva específica acorde a la naturaleza de su objeto. Sólo disfruta
de una función teatral quien, en términos de Coleridge, suspende su
incredulidad y “se cree” lo que está viendo: ¿quién soportaría a su lado
a un aguafiestas que le recordase a cada paso que todas las pasiones
desatadas en escena son sólo ficción, los personajes actores, y la trama
pura fantasía? La verdad poética se esfumaría. Scheler, por su parte,
demostró que la filosofía descansa en un previo eros del pensador y que
el amante ‒que capta el valor del objeto‒ precede al conocedor. Y
mirando las relaciones interpersonales, una disposición de apertura no
sólo permite el conocimiento de otro yo sino que condiciona la
existencia misma de esa relación, de manera que aquí la fe crea su
propia verificación: así la amistad, fundada en la confianza mutua que
existe sólo cuando recíprocamente se alimenta; y en cuanto al amor, ya
se sabe que el dulce beso amoroso sólo es posible si la pareja cierra
los ojos.
Forma parte de la moderna imagen del
mundo un positivismo implícito que osadamente, cediendo al esquematismo
de la época, establece como cosa sabida y concluida para todos que este
mundo visible ostenta el monopolio de la realidad, de suerte que la
esperanza en un trasmundo sería siempre sospechosa de oscurantismo o
superstición. Ahora bien, la ciencia positiva, instrumento óptimo para
conocer las regularidades impersonales de la Naturaleza, ¿qué puede
enseñarnos sobre aquellas verdades cuyo conocimiento se basa en la
confianza entre personas? Nada. Y menos aún de la realidad de un Dios
trascendente, espiritual, que escapa a los fenómenos materiales
repetitivos. Sin duda, la esperanza, frente al llano y unidimensional
positivismo, introduce mayor complejidad en la realidad. La creencia
moderna en Dios ya no se deduce de las leyes causales de este mundo
–como todavía pensaba el Tomás de Aquino de las cinco vías‒ sino que se
infiere del crédito que nos merece la persona que da testimonio de él,
como ocurre con todo aquello que no conocemos por experiencia. Cuando
miramos por la ventanilla de un avión en pleno vuelo o contemplamos
imágenes del oscuro universo infinito, nada de ese espectáculo de
monótona materia nos habla hoy con elocuencia de un Dios personal y
compasivo. Sólo nos habla el recuerdo de ese singularísimo judío de
Galilea, único precedente creíble de supervivencia: él nos anuncia un
Dios amistoso con los hombres y él más que nadie en este mundo es digno
de crédito por la súper-ejemplaridad que encarna, literalmente
sobrehumana. Concedérselo, anteponiendo la confianza al natural
escepticismo, es un cerrar los ojos inteligente, perfectamente
razonable.
Ser ciudadano significa no tener señor.
Pero ninguna civilización, ni la más desarrollada, nos emancipa de ese
último amo siniestro, tirano y usurero que es nuestra muerte. Esta
prerrogativa pertenece a la esperanza porque, para quien espera en un
Dios de vivos, la muerte pierde su aguijón, relativizada como etapa
intermedia dentro de una historia más extensa de lo humano. De manera
que esperar no estorba sino, al contrario, perfecciona el ideal de
emancipación cívica, porque sólo ese ciudadano esperanzado se halla
definitivamente libre de todos los amos.
Esa liberación empezó un día como hoy”.
24 de diciembre de 2013
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