martes, 2 de diciembre de 2014

Encina con musgos y líquenes


La naturaleza lo ha adornado como un "árbol de Navidad"
¡Qué bonito!

Quercus rotundifolia


La encinas 
Antonio machado

¡Encinares castellanos
en laderas y altozanos,
serrijones y colinas
llenos de oscura maleza,
encinas, pardas encinas;
humildad y fortaleza!
Mientras que llenándoos va
el hacha de calvijares,
¿nadie cantaros sabrá,
encinares?
 
El roble es la guerra, el roble
dice el valor y el coraje,
rabia inmoble
en su torcido ramaje;
y es más rudo
que la encina, más nervudo,
más altivo y más señor.
El alto roble parece
que recalca y ennudece
su robustez como atleta
que, erguido, afinca en el suelo.
 
El pino es el mar y el cielo
y la montaña: el planeta.
La palmera es el desierto,
el sol y la lejanía:
la sed; una fuente fría
soñada en el campo yerto.
 
Las hayas son la leyenda.
Alguien, en las viejas hayas,
leía una historia horrenda
de crímenes y batallas.
¿Quién ha visto sin temblar
un hayedo en un pinar?
 
Los chopos son la ribera,
liras de la primavera,
cerca del agua que fluye,
pasa y huye,
viva o lenta,
que se emboca turbulenta
o en remanso se dilata.
En su eterno escalofrío
copian del agua del río
las vivas ondas de plata.
De los parques las olmedas
son las buenas arboledas
que nos han visto jugar,
cuando eran nuestros cabellos
rubios y, con nieve en ellos,
nos han de ver meditar.
 
Tiene el manzano el olor
de su poma,
el eucalipto el aroma
de sus hojas, de su flor
el naranjo la fragancia;
y es del huerto
la elegancia
el ciprés oscuro y yerto.
 


¿Qué tienes tú, negra encina
campesina,
con tus ramas sin color
en el campo sin verdor;
con tu tronco ceniciento
sin esbeltez ni altiveza,
con tu vigor sin tormento,
y tu humildad que es firmeza?
 
En tu copa ancha y redonda
nada brilla,
ni tu verdioscura fronda
ni tu flor verdiamarilla.
Nada es lindo ni arrogante
en tu porte, ni guerrero,
nada fiero
que aderece su talante.
 
Brotas derecha o torcida
con esa humildad que cede
sólo a la ley de la vida,
que es vivir como se puede.

 
El campo mismo se hizo
árbol en ti, parda encina.

Ya bajo el sol que calcina,
ya contra el hielo invernizo,
el bochorno y la borrasca,
el agosto y el enero,
los copos de la nevasca,
los hilos del aguacero,
siempre firme, siempre igual,
impasible, casta y buena,

¡oh tú, robusta y serena,
eterna encina rural
de los negros encinares
de la raya aragonesa
y las crestas militares
de la tierra pamplonesa;
encinas de Extremadura,
de Castilla, que hizo a España,
encinas de la llanura,
del cerro y de la montaña;
encinas del alto llano
que el joven Duero rodea,
y del Tajo que serpea
por el suelo toledano;
encinas de junto al mar 
¿en Santander?, encinar
que pones tu nota arisca,
como un castellano ceño,
en Córdoba la morisca,
y tú, encinar madrileño,
bajo Guadarrama frío,
tan hermoso, tan sombrío,
con tu adustez castellana
corrigiendo,
la vanidad y el atuendo
y la hetiquez cortesana!...

 
Ya sé, encinas
campesinas,

que os pintaron, con lebreles
elegantes y corceles,
los más egregios pinceles,
y os cantaron los poetas
augustales,
que os asordan escopetas
de cazadores reales;
mas sois el campo y el lar
y la sombra tutelar
de los buenos aldeanos
que visten parda estameña,
y que cortan vuestra leña
con sus manos.


La encina en la poesía de Unamuno


Unamuno se  enamoró  de  la   encina   castellana  especialmente  la  de  la  dehesa  salmantina  tanto  en  sus  escritos  en  prosa  como  en  sus  poemas.  Canta  a  la  perfección  su  carácter  sagrado  y  las  peculiariades ( raíces,  tronco,  copa  y  hojas…..).  Así  lo  plasmó  en  su  poema :  "El mar de encinas" no  en  balde  la  encina  es  el  árbol  símbolo  de  la  Península  Ibérica y  en  Salamanca  y  Extremadura  se  las  cuidan  con  sumo    interés.
                 

En este mar de encinas castellano
los siglos resbalaron con sosiego
lejos de las tormentas de la historia,
lejos del sueño
que a otras tierras la vida sacudiera;
sobre este mar de encinas tiende el cielo
su paz engendradora de reposo,
su paz sin tedio.

Sobre este mar que guarda en sus entrañas
de toda tradición el manadero
esperan una voz de hondo conjuro
largos silencios.

Cuando desuella estío la llanura
cuando la pela el riguroso invierno,
brinda al azul el piélago de encinas
su verde viejo.

Como los días, van sus recias hojas
rodando una tras otra al pudridero,
y siempre verde el mar, de lo divino
nos es espejo.

Su perenne verdura es de la infancia
de nuestra tierra, vieja ya, recuerdo,
de aquella edad en que esperando al hombre
se henchía el seno
de regalados frutos. Es su calma
manantial de esperanza eterna eterno.

Cuando aún no nació el hombre él verdecía
mirando al cielo,
y le acompaña su verdura grave
tal vez hasta dejarle en el lindero
en que roto ya el viejo, nazca al día
un hombre nuevo.

Es su verdura flor de las entrañas
de esta rocosa tierra, toda hueso,
es flor de piedra su verdor perenne
pardo y austero.

Es, todo corazón, la noble encina
floración secular del noble suelo
que, todo corazón de firme roca,
brotó del fuego
de las entrañas de la madre tierra.

Lustrales aguas le han lavado el pecho
que hacia el desnudo cielo alza desnudo
su verde vello.

Y no palpita, aguarda en un respiro
de la bóveda toda el fuerte beso,
a que el cielo y la tierra se confundan
en lazo eterno.

Aguarda el día del supremo abrazo
con un respiro poderoso y quieto
mientras, pasando, mensajeras nubes
templan su anhelo.

En este mar de encinas castellano
vestido de su pardo verde viejo
que no deja, del pueblo a que cobija
místico espejo.


La encina 
Gabriela Mistral
A la maestra señorita Brígida Walker
I
    Esta alma de mujer, viril y delicada,
dulce en la gravedad, severa en el amor,
es una encina espléndida de sombra perfumada,
por cuyos brazos rudos trepara un mirto en flor.

    Pasta de nardos suaves, pasta de robles fuertes,
le amasaron la carne rosa del corazón,
y aunque es altiva y recia, si miras bien adviertes
un temblor en sus hojas que es temblor de emoción.

    Dos millares de alondras el gorjeo aprendieron
en ella, y hacia todos los vientos se esparcieron
para poblar los cielos de gloria. ¡Noble encina,

    déjame que te bese en el tronco llagado,
que con la diestra en alto, tu macizo sagrado
largamente bendiga, como hechura divina!


II

    El peso de los nidos ¡fuerte! no te ha agobiado.
Nunca la dulce carga pensaste sacudir.
No ha agitado tu fronda sensible otro cuidado
que el ser ancha y espesa para saber cubrir.

    La vida (un viento) pasa por tu vasto follaje
como un encantamiento, sin violencia, sin voz;
la vida tumultuosa golpea en tu cordaje
con el sereno ritmo que es el ritmo de Dios.

    De tanto albergar nido, de tanto albergar canto,
de tanto hacer tu seno aromosa tibieza,
de tanto dar servicio, y tanto dar amor,

    todo tu leño heroico se ha vuelto, encina, santo.
Se te ha hecho en la fronda inmortal la belleza,
¡y pasará el otoño sin tocar tu verdor!


III

    ¡Encina, noble encina, yo te digo mi canto!
Que nunca de tu tronco mane amargor de llanto,
que delante de ti prosterne el leñador
de la maldad humana, sus hachas; y que cuando
el rayo de Dios hiérate, para ti se haga blando
y ancho como tu seno, el seno del Señor!

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