James Clark Maxwell (1831-1879) era de todo menos un demonio,
aunque para muchos estudiantes de ciencias e ingeniería la sola mención
de sus famosas ecuaciones sea motivo de la más indecorosa huida. Por
supuesto nunca fue esa la intención del sabio al descubrirlas, él lo
único que perseguía era dejar claro lo que otros habían comprobado y
demostrado antes que él: que la electricidad y el magnetismo están
indisolublemente unidos.
La historia venía de 1820, cuando un físico danés llamado Oersted estudiaba la electricidad que circulaba por un cable conductor, generada con una pila inventada por Volta 20 años antes. Para asombro del físico, una brújula colocada por casualidad cerca del cable, cambió de dirección al pasar la corriente eléctrica. La circulación eléctrica influía en la aguja imantada. Así nació la relación entre la electricidad y el magnetismo, una relación que demostró ser más íntima de lo que se había pensado gracias a muchos otros investigadores, especialmente Faraday.
La historia venía de 1820, cuando un físico danés llamado Oersted estudiaba la electricidad que circulaba por un cable conductor, generada con una pila inventada por Volta 20 años antes. Para asombro del físico, una brújula colocada por casualidad cerca del cable, cambió de dirección al pasar la corriente eléctrica. La circulación eléctrica influía en la aguja imantada. Así nació la relación entre la electricidad y el magnetismo, una relación que demostró ser más íntima de lo que se había pensado gracias a muchos otros investigadores, especialmente Faraday.
Maxwell demostró esa relación a lo grande, como hacen los genios,
reduciendo un problema de dimensiones titánicas a cuatro ecuaciones
matemáticas maravillosas que llevan su nombre: "Las ecuaciones de
Maxwell".
La influencia a distancia de la electricidad en los imanes, y viceversa, indicaba la existencia de perturbaciones electromagnéticas que se propagan por el espacio formando ondas. Maxwell dio un paso más: la luz es la expresión visible de las ondas electromagnéticas que viajan por el éter. Si levantara la cabeza se asombraría de todo lo que ahora hacemos con las ondas que el definió en sus ecuaciones: la radio, la televisión, las transmisiones espaciales, la telefonía móvil, etc.
La influencia a distancia de la electricidad en los imanes, y viceversa, indicaba la existencia de perturbaciones electromagnéticas que se propagan por el espacio formando ondas. Maxwell dio un paso más: la luz es la expresión visible de las ondas electromagnéticas que viajan por el éter. Si levantara la cabeza se asombraría de todo lo que ahora hacemos con las ondas que el definió en sus ecuaciones: la radio, la televisión, las transmisiones espaciales, la telefonía móvil, etc.
Si Maxwell fue un demonio en algo, ese algo fue su
habilidad con las matemáticas. Con ellas atacó el problema del calor
poniéndose del lado de un científico austriaco llamado Ludwig Boltzmann
que defendía la existencia de los átomos (por entonces esto aun no
estaba claro). Boltzmann sostenía que el calor y otras propiedades de
la materia se pueden explicar con la estadística. El movimiento de una
muchedumbre es predecible porque la mayoría de los que la forman se
mueven de forma parecida, aunque algunos se salgan de madre. Con las
moléculas de un gas pasa lo mismo, la media es lo que importa.
Era una teoría arriesgada y por eso Boltzmann encontró muchos detractores, pero Maxwell le apoyó desde el principio. Boltzmann, deprimido por la incomprensión de sus colegas, acabaría suicidándose en 1906.
Analizando el problema del calor como producto del movimiento desordenado de las moléculas de un gas, pensó que unas moléculas son más rápidas y otras más lentas pero la mayoría se mueven en torno a una velocidad media que depende de lo caliente que esté el gas. Maxwell atacó el problema de forma estadística y descubrió cómo se distribuyen las velocidades de las moléculas para cada temperatura concreta.
La ecuación, conocida como "Ecuación de Maxwell-Boltzmann", es uno de los pilares de la Física Estadística.
Era una teoría arriesgada y por eso Boltzmann encontró muchos detractores, pero Maxwell le apoyó desde el principio. Boltzmann, deprimido por la incomprensión de sus colegas, acabaría suicidándose en 1906.
Analizando el problema del calor como producto del movimiento desordenado de las moléculas de un gas, pensó que unas moléculas son más rápidas y otras más lentas pero la mayoría se mueven en torno a una velocidad media que depende de lo caliente que esté el gas. Maxwell atacó el problema de forma estadística y descubrió cómo se distribuyen las velocidades de las moléculas para cada temperatura concreta.
La ecuación, conocida como "Ecuación de Maxwell-Boltzmann", es uno de los pilares de la Física Estadística.
Estos estudios le llevaron a plantearse un problema
imaginario que parecía contradecir uno de los principios sagrados de la
física: el Segundo Principio de la Termodinámica.
Viene a decir este principio que dos cuerpos aislados a diferente
temperatura, si se ponen en contacto, siempre pasará el calor del más
caliente al más frío y no al revés. También se dice de esta otra manera:
la entropía, es decir, el desorden de un sistema aislado, nunca
decrece.
El problema que planteaba el sabio se conoce como "El demonio de Maxwell".
Supongamos —decía el sabio— que tenemos dos gases a distinta
temperatura encerrados en dos cámaras contiguas y aisladas del resto
del Universo. Las moléculas de ambos tendrían entonces distinta
velocidad media. Puestos a imaginar, imaginemos un diablillo juguetón
que tuviera la facultad de controlar una puerta que conecte las dos
cámaras. El demonio podría ver cada molécula individualmente pero sólo
abriría la puerta a las moléculas más rápidas. De esta manera, una de
las dos cámaras se calentaría cada vez más y la otra se enfriaría,
derrotando al Segundo Principio de la Termodinámica.
El demonio de Maxwell aun asusta a más de una mente científica.
El demonio de Maxwell aun asusta a más de una mente científica.
Escuche la vida de James Clerk Maxwell, comienza así:
A la seis en punto de la tarde la sirena de una fábrica en las
afueras de la ciudad de Cambridge anunció el fin de la jornada y los
obreros, agotados y sudorosos, salieron en tropel a la calle. Muchos
se dirigieron a la taberna, otros prefirieron volver a casa y unos
cuantos - muy pocos - se encaminaron de mala gana a la Universidad
para asistir a las clases nocturnas de física que un benevolente
profesor se había empeñado en impartirles. Era una oportunidad
irrepetible pero lo cierto es que aquellas lecciones gozaban de muy
poco éxito. Los trabajadores no conseguían seguir la línea de
pensamiento del generoso James Maxwell quien , además de hablar bajito,
no había superado su tendencia a tartamudear...
(Fuente)
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